lunes, 5 de agosto de 2013

Un azul para Marte

Aquí va la invitación de Saramago. Un cuento no acabado al que  nos desafía  terminar.  Podemos hacer tantas versiones como nos plazca. 
Rubén

  "Hoy os voy a contar un cuento que un día tuve la suerte de que me contaran a mí. Un cuento de un lugar que tiene casi, casi de todo. Pero el cuento no está acabado. ¿Por qué no lo acabas tú?"      José Saramago

                                                  Un Azul para Marte

   Anoche hice un viaje a Marte. Pasé allí diez años (si la noche dura en los polos seis meses, no sé por qué no han de caber diez años en una noche marciana) y tomé muchas notas sobre la vida que allí llevan. Me comprometí a no divulgar los secretos de los marcianos, pero voy a faltar a mi palabra. Soy hombre y deseo contribuir, en la medida de mis escasas fuerzas, al progreso de la humanidad a la que enorgullece pertenecer. Este punto es muy, muy importante. Y espero, si algún día los marcianos me vienen a pedir cuentas de mis actos, es decir, del perjuicio cometido, que los no sé cuantos billones de hombres y mujeres que hay en la tierra se apresten, todos, a mi defensa.
 En Marte, por ejemplo, cada marciano es responsable de todos los marcianos. No estoy seguro de haber entendido bien qué quiere decir esto, pero mientras estuve allí (y fueron diez años, repito), nunca vi que un marciano se encogiera de hombros. (He de aclarar que los marcianos no tienen hombros, pero seguro que el lector me entiende.) Otra cosa que me gustó en Marte es que no hay guerras. Nunca las hubo. No sé cómo se las arreglan y tampoco ellos supieron explicármelo; quizá porque yo no fui capaz de aclararles qué es una guerra, según los patrones de la tierra.
 Hasta cuando les mostré dos animales salvajes luchando (también los hay en Marte), con grandes rugidos y dentelladas siguieron sin entenderlo. A todas mis tentativas de explicación por analogía, respondían que los animales son animales y los marcianos son marcianos. Y desistí. Fue la única vez que casi dudé de la inteligencia de aquella gente.
 Con todo, lo que más me desorientó en Marte fue el no saber qué era campo y qué era ciudad. Para un terrestre eso es una experiencia muy desagradable, os lo aseguro. Acaba uno por habituarse, pero se tarda. Al fin, ya no me causaba extrañeza alguna ver un gran hospital o un gran museo o una gran universidad (los marcianos tienen esto, como nosotros) en lugares para mí inesperados. Al principio, cuando yo pedía explicaciones, la respuesta era siempre la misma: el hospital, la universidad, el museo estaban allí porque eran precisos.
 Tantas veces me dieron esta respuesta que pensé que mejor sería aceptar con naturalidad, por ejemplo, la existencia de una escuela, con diez profesores marcianos, en un sitio donde solo había un niño, también marciano, claro. No pude callar, desde luego, que me parecía un desperdicio que hubiera diez profesores para un alumno, pero ni así los convencí. Me respondieron que cada profesor enseñaba una asignatura diferente, y que la cosa era lógica.
 En Marte les impresionó saber que en la tierra hay siete colores fundamentales de los que se pueden sacar millones de tonos. Allí sólo hay dos: blanco y negro (con todas las gradaciones intermedias), y ellos sospecharon siempre que habría más. Me aseguraron que era lo único que les faltaba para ser completamente felices. Y aunque me hicieron jurar que no hablaría de lo que por allá vi, estoy seguro de que cambiarían todos los secretos de Marte por el proceso de obtener un azul.
 Cuando salí de Marte, nadie vino a acompañarme a la puerta. Creo que, en el fondo, no nos hacen caso. Ven de lejos nuestro planeta, pero están muy ocupados con sus propios asuntos. Me dijeron que no pensarán en viajes espaciales hasta que no conozcan todos los colores. Es extraño ¿no? Por mi parte, ahora tengo dudas. Podría llevarles un pedazo de azul (un jirón de cielo o un pedazo de mar), pero ¿y después? Seguro que se nos vienen aquí, y tengo la impresión de que esto no les va a gustar.


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